viernes, 15 de febrero de 2013

Los santos inocentes

O la alargada sombra de la milana

Sobre los lentos y complejos engranajes que mueven la Historia-con-mayúsculas, allá en su superficie, ajenos a lo que por debajo se cocina a fuego lento, se mueven las pequeñas historias de aquellos individuos que quedan relegados al olvido en su insignificancia, pero que ostentan el protagonismo absoluto de lo que pudiera considerarse vida-como-tal - en su sentido más primitivo - a lo largo y ancho de los tiempos.

Sus miserias no ocupan las grandes páginas, sus sufrimientos terminan siendo postergados y raramente son apreciados más allá del arquetipo colectivo, a pesar de estar condenados a vivir en un presente eterno que alimenta las vidas de sus dueños mientras las suyas son dilapidadas. Esa injusticia histórica que tan certeramente se nos dibuja en Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) no tiene más de 50 años de edad, y conviene mantenerla  viva en un país que todavía hoy arrastra las hondas consecuencias de aquellas inalterables estructuras de poder.

La cinta, basada en la novela homónima del escritor vallisoletano Miguel Delibes, narra la historia de una familia de siervos rurales en la Extremadura de los años 60, y su relación con aquellos grandes terratenientes emblema del régimen franquista en la España más rústica. Delibes, y por ende Camus, sitúan la acción en una época de transición en la que las ciudades comenzaban a despegar lentamente mientras el campo seguía anclado en relaciones de servilismo propias de otras centurias.
Al contrario que Delibes, Camus traslada la acción presente a los años 70 y narra los acontecimientos del libro a modo de flashback - con un elegante y moderado uso de la elipsis - introduciendo así un componente evolutivo en la historia que nos permite liberar a los hechos del paréntesis en que se enmarcan y apreciar el desarrollo de ciertos personajes registrando sus motivaciones y el resultado de las mismas.

Recibimiento de la Marquesa y el Obispo
De este modo observamos como esa sumisión lastimera de la Régula y Paco "el Bajo" - de carácter estoico en ella, más entusiasta en él - permanece inmutable con el paso del tiempo, mientras que la mansedumbre de nascencia de los hijos - la Nieves y el Quirce - da paso a un sigiloso rechazo del viejo armazón social y a una huida llena de dignidad en busca de mejor suerte. Detalle éste que ofrece una mirada más esperanzadora que la del libro, en el que los vástagos son devorados por una rigidez jerárquica de la que son incapaces de desprenderse. Los espeluznantes alaridos de la Niña Chica - la hija menor enferma de la familia - parecen concentrar los gritos silenciosos de todos los que la rodean.
La aristocracia franquista - representada en la figura del Señorito Iván y la Señora Marquesa - se nos muestra sin ambages, implacable y distante, orgullosa y cruel, convencida del derecho a poseer lo divino y lo humano, haciendo gala al mismo tiempo de esa caridad condescendiente sobre los desheredados que alimentaba en éstos aquellas tristes actitudes de gratitud.
Fuera de la foto estamental, corriendo emancipado por el monte, persiguiendo milanas se encuentra Azarías, el hermano de la Régula. Un ser inocente y bondadoso, retrasado en sus capacidades, que se orina en las manos pa' que no s'agrieten y hace de vientre donde le pilla el apuro. El libérrimo personaje, magistralmente compuesto por un Paco Rabal en estado de gracia, es el reflejo cristalino de la naturaleza en estado puro. Enamorado de los pájaros y de la Niña Chica, representa aquello que no puede ser sometido por ninguna regla más allá de las que le dicta su primitivo y poético sentido natural de la justicia.

La sordidez de la maravillosa fotografía de Hans Burmann y la desgarradora música de García Abril - con los que el director ya trabajó en la fantástica adaptación de La colmena (Camus, 1982) - complementan la dirección de Mario Camus en esta obra indispensable que cosechó merecidos elogios y reconocimientos allá por donde pasó, y que le valió a su autor la Mención Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1984, así como la Mejor Interpretación Masculina ex aequo para Alfredo Landa y Paco Rabal.
Cuenta la leyenda que en su presentación en Cannes, el público rompió en aplausos con su desenlace final, bendiciendo incondicionalmente al Azarías y condenando a muerte, con simbólico merecimiento, a una de las páginas más negras de nuestra historia reciente.

"¡Quiá! ¡Quiá! Yo...no quiero...que la milana me se vaya."

Ni nosotros que se la olvide.


Paco Rabal es Azarías
Alfredo Landa es Paco "el Bajo"
Terele Pávez es la Régula
Juan Diego es el Señorito Iván
Agustín González es Don Pedro

1 comentario:

  1. Como escarpias se me han puesto los pelos, Miguel. Gran crítica para una gran película.

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